martes, 28 de abril de 2009

CATÓLICOS REPUDIAN A LUGO

Suman y siguen las condenas a la doble vida del obispo Fernando Lugo, sobre todo entre grupos católicos.

El Instituto Secular Padres de Schoenstatt emitió un comunicado en el que expresa: “no podemos quedarnos callados como católicos y schoenstattianos.

En primer lugar conviene recordar que no nos es permitido juzgar a las personas y sus conciencias: “No juzguen, para no ser juzgados” (Mt 7, 1). Pero sí tenemos que tomar postura frente a hechos objetivos: ¿Están de acuerdo o no con nuestra moral, nuestros principios y valores? Respetamos la clásica distinción entre pecado subjetivo y objetivo: Dios rechaza el pecado, y ama al pecador.

También es importante reflexionar sobre nuestra actitud: ¿Nos sumamos simplemente al coro de los plagueones y críticos? O al contrario, ¿callamos o justificamos lo injustificable? La espiritualidad de Schoenstatt nos enseña a buscar detrás de cada acontecimiento la voz de Dios: ¿Qué me dice Dios a mí a través de este hecho, y qué respuesta espera de mí? Es lo que llamamos la fe práctica en la divina providencia.

En los hechos que estamos comentando, descubrimos varios valores importantes que han sido dañados, o directamente ignorados. Esto nos invita a reflexionar acerca de cómo vivimos y acentuamos nosotros esos valores.

Un primer valor es la “fidelidad a la palabra empeñada”. Si yo digo algo, ¿los demás van a poder confiar en que lo cumpliré? Si yo rompo una promesa, ¿cómo van a poder creer en otras promesas mías? “Cuando ustedes digan «sí», que sea sí y cuando digan «no» que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del maligno” (Mt 5, 37). Cuántas veces prometemos devolver un libro o un dinero, y “se nos olvida”; cuántas veces nos quedamos esperando a alguien que prometió venir a determinada hora, y por ahí ni aparece... Ser fieles a nuestra palabra hace a nuestra esencia como personas libres y firmes. En la Iglesia católica, nadie es obligado a hacer un voto de castidad ni una promesa de celibato. Ambos apuntan a lo mismo: los consagrados renunciamos a la paternidad biológica, para que nuestra paternidad, al servicio del Reino de Dios, sea más fecunda. Todos somos humanos, limitados y pecadores, pero todos estamos invitados a luchar contra las tentaciones, evitar los pecados y crecer en la vida de la Gracia.

Eso nos lleva a otro valor importante: la “responsabilidad no sólo por nuestros actos, sino también por sus consecuencias”. No somos animalitos, esclavos de sus instintos; somos seres humanos, dotados por Dios con libertad de voluntad. La consecuencia inmediata de esa libertad es la responsabilidad por lo que hacemos o dejamos de hacer, y también por todas las consecuencias que resulten de nuestros actos y omisiones. Si caemos en pecado, no sólo nos arrepentimos y pedimos perdón, sino que también asumimos las consecuencias, sin buscar excusas baratas o justificaciones pueriles (“soy varón”, “tengo derecho”). Un caso similar al actual pasó en nuestra propia comunidad de los Padres de Schoenstatt, hace tiempo y en otro país: un sacerdote informó a su superior con mucho dolor que había roto su promesa de celibato y dejado embarazada a una mujer. Dado que en unos meses más iba a nacer su hijo, él tenía que abandonar el sacerdocio y hacerse cargo. Dentro de todo lo difícil y doloroso del caso, él se hizo responsable por las consecuencias de sus actos apenas se enteró de ellas.

Un tercer valor, quizás el más importante, es todo lo referido a la familia, a los derechos de los niños y menores de edad, y a la paternidad. Todos los seres humanos, y especialmente los más indefensos, son hijos de Dios y tienen derechos inalienables. Nosotros no tenemos derecho a privar a un niño de la experiencia de tener un papá, una mamá, una familia bien constituida, de sentirse esperado, amado, valorado. Ningún niño debería tener que descubrir que fue un “problema”, una “amenaza” hecha realidad, algo vergonzoso que había que esconder y negar a toda costa. Mucho peor sería por supuesto negarle a un niño el derecho a la vida, cayendo en el crimen del aborto. Tampoco tenemos derecho a “encandilar” a una menor de edad con la importancia de nuestro cargo, nuestras posesiones, o con promesas que no vamos a cumplir – y mucho menos para usarla como objeto de satisfacción sexual: ¡eso es corrupción de menores! Con el sexto mandamiento, Dios nos recuerda que el bien del hijo y de la familia está muy por encima de todo supuesto “derecho” al ejercicio indiscriminado de nuestro instinto sexual.

Lamentablemente tenemos que constatar que hay una gran ausencia de auténtica paternidad en nuestra patria. El verdadero padre se hace responsable por la vida que engendra, ama y cuida al hijo, lo educa sin violencia ni mal crianza, lo acompaña en sus procesos de maduración, y le ayuda a crecer hacia una sana originalidad y autonomía. No se desentiende de él, dejándolo en la miseria material o en la orfandad sicológica o espiritual, ni lo encierra en una cajita de cristal sobreprotegiéndolo, ni le obliga a ser una copia de sí mismo. La contra cara de la paternidad es el “machismo”, que en el fondo no es signo de una especial masculinidad, sino más bien de una gran inseguridad frente a ella. Si yo realmente acepto mi masculinidad y estoy feliz con ella, no necesitaré demostrarla continuamente, ni mucho menos denigrar a las mujeres como objetos sexuales y de conquista y descarte: ¡quiero ser “un varón de primera y no un machito de segunda”! Quizás deberíamos preguntarnos cómo actuamos nosotros, y cómo educamos a nuestros hijos, varones y mujeres. ¿No será que algunos padres tienen mucha responsabilidad en la transmisión de este antivalor, estimulando conductas sexuales dañinas en sus propios hijos; y también algunas madres, que por miedo a que el hijo “les salga rarito” no le dejan lavar ni un plato en la cocina?

Vergonzosamente se mostró otro antivalor, el del “oportunismo político”: Alabar un reconocimiento tardío y bajo presión judicial como acto valiente, signo de honestidad, etc., ¿no tiene algo de adulación y lisonja en busca de beneficios personales? Pero, de nuevo, la pregunta central no es esa, sino: ¿cómo actuamos nosotros? Quizás no estemos en cargos públicos, pero nos tienta hacer algo parecido frente al jefe en el trabajo, o frente a la profesora en la clase.

Los consagrados queremos seguir viviendo según las promesas que un día hicimos, y que todos los Jueves Santos renovamos, dando testimonio de que una vida consagrada al Señor en el celibato no es una vida estéril, sino fecunda, feliz y plena en el amor a Dios y al prójimo. Por eso les queremos pedir a todos nuestros hermanos en la fe que recen especialmente por nosotros, sacerdotes y obispos. Estamos expuestos a las mismas tentaciones que todos, somos iguales de pecadores, pero nuestras caídas suelen ser muy estrepitosas, provocan mucho daño y duelen a mucha gente. Por eso necesitamos de mucha oración, para poder ser fieles al estilo de vida y a la misión que Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, nos encomendó.

No nos quedemos en la mera denuncia, el plagueo estéril o la resignación. Entendemos con actitud providencialista que Dios nos está llamando la atención acerca de determinados valores y antivalores. Nuestra mejor respuesta frente a los hechos comentados no es el lamento, sino la decisión firme de luchar por estos valores en nuestra propia vida, dando testimonio audaz y alegre de que se puede vivir con coherencia, que nuestra fe católica no nos lleva a ser reprimidos o mentirosos, sino que es un camino de auténtica felicidad y plenitud de vida. Así vamos a poder aportar más de un granito de arena en la construcción de un Paraguay cada vez más “nación de Dios”.

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